martes, 22 de febrero de 2011

jueves, 10 de febrero de 2011

Cuadernos de Djibouti (II)

Zeinab

Djibouti, 1 de febrero, 2001



El viaje pasa factura, y me levanto bien entrada la mañana.
Fathouma, una de las dos mujeres que trabajan a días alternos en casa, plancha en la cocina después de haber paseado por toda la casa el brasero con el humeante incienso. Su leve bruma y su dulce aroma sirven además para ahuyentar los pocos insectos que logran burlar las mosquiteras.
Dos mujeres se ocupan de su casa, Fathouma y Zeinab. Las labores de portería están repartidas entre Wandewoussen y otro somalí, que trabajan a turnos. En todas las casas de cooperantes, y en general de la colonia extranjera, se sigue esta dinámica, de tal manera que cuando llegas prácticamente no existe la posibilidad de negarte a ello. Se trata de una costumbre residual de la época colonial francesa, pero el exquisito trato de Alberto con todos ellos lo convierte en acción social.
Aparte del sueldo con el que Fathouma saca adelante a su numerosa familia, Alberto cubre las cotizaciones que faltan para su inminente jubilación.
El caso de Zeinab, una preciosa joven etíope, es bien diferente. Zeinab fue acogida en casa de Ermano (así, sin hache) cuando vagaba sin rumbo por la capital. Ermano es uno de los mejores amigos y colaboradores de Alberto aquí. Natural de Djibouti, cursó estudios universitarios en París y recorrió Europa antes de regresar a su tierra. Su humilde casa da refugio a Zeinab, y al menos a tres jóvenes más, además de la abuela, viuda y víctima de una dolencia cardíaca a quien han traído de la aldea. Todo se comparte con la mujer y los hijos de Ermano.
Al igual que las otras personas acogidas, Zeinab aporta con su trabajo en casa de Alberto el dinero para su manutención en casa de Ermano. Paralelamente, Alberto y Ermano, junto con alguna persona más, dan forma a un proyecto para crear un puesto de trabajo para ella en su aldea, en Etiopía, con la esperanza de poder algún día reintegrarla allí.
El caso de Wandewoussen es también similar. Su trabajo como portero le permitirá en 2 ó 3 años tener los recursos suficientes para volver con su familia, que permanece en Etiopía, y construir allí una casa y un nuevo proyecto de vida.
Como decía, Fathouma plancha en la cocina. Es somalí, y tiene el aspecto de la típica madre abuela africana, de formas rotundas y belleza perigordiense. Parece que no sabe nada, pero lo sabe todo.

martes, 8 de febrero de 2011

Cuadernos de Djibouti (I)

Desde la terraza

Djibouti, 31 de enero, 2001



18 horas de avión reubican el ritmo de mi corazón en el tiempo y en el espacio. El contraste entre la soleada pero bien fresca alborada invernal en el aeropuerto de Biarritz y la tórrida y húmeda espesura, también invernal, en el aeropuerto de Djibouti, esboza una noche que transita serena entre el 31 de enero y el 1 de febrero del año 2001.
En la terminal del aeropuerto, más propia de los años 70, el alboroto es notable, y pese a la evidencia de cierto control para sellar los visados, cunde una lánguida anarquía. Lejos del aséptico ambiente de los aeropuertos occidentales aguardo entre la muchedumbre la aparición del equipaje. Todo es nuevo y sorprendente, aunque al mismo tiempo me resulta afable y familiar.
En medio de todo ello, algo que invita inequívocamente a la risa llama poderosamente mi atención. Fuera de lugar, inerte como una figura de cera, un miliciano francés monta guardia junto a una columna ajeno totalmente a lo que allí ocurre y embutido en un pantaloncito de camuflaje que recuerda más a un tanga que al rigor y la austeridad que caracterizan la indumentaria militar.
Mi primo Alberto, la razón de este viaje, se identifica entre la multitud saludándome desde el otro lado de la aduana. Camino hacia él, no sin antes tratar de mostrar mis maletas a unos aduaneros que no parecen demasiado interesados, así que me abro paso hasta Alberto. Nos fundimos en un abrazo, cogemos el equipaje y nos dirigimos a su todoterreno, camino de la que será mi casa en los próximos 15 días.
La iluminación brilla por su ausencia en la travesía hacia la casa, y los baches de la carretera nos obligan continuamente a invadir el sentido contrario. Grupos de gente charlan en animadas tertulias sobre la acera, otros se divierten jugando a la petanca y una mujer acarrea leña en su espalda con una tela que ha anudado sobre su cabeza. El dueño de un chiringuito cuya barra da directamente a la calle dormita espatarrado sobre ella. Nadie parece tener prisa.
Atravesamos una amplia avenida en la que se distinguen edificios oficiales a ambos lados, y finalmente el vehículo se detiene frente a una verja verde. Alberto hace sonar la bocina y poco después un hombre nos abre. Tiene en una de sus mejillas algo que parece un enorme flemón. De esta forma accedemos al parking de una casa de vecinos.
- ¿Es el portero?
- Sí, es el portero - responde Alberto.- Bonsoir Wandewoussen! C'est Juan, mon cousin.
- Bonsoir!
- Bonsoir!
Apretón de manos. Sus ojos, dos globos. El flemón de su mejilla, otro globo. El qat, la hoja de una planta consumida aquí tradicionalmente como estimulante, ha transformado a Wandewoussen en un globo.
La casa está muy bien. Nos sentamos a charlar y la cerveza etíope (realmente extraordinaria) y los dulces aromas del incienso y otras hierbas, nos conducen hasta altas horas de la madrugada casi sin darnos cuenta. La verdad es que nunca hemos tenido la oportunidad de pasar juntos 24 horas, y ahora tenemos 14 días por delante. 14 días para conocer este desértico y mágico país, y para descubrir también a Alberto, quién sabe si tan fascinante o más que este escenario en el que han transcurrido 6 años de su vida. Es hora de reponer fuerzas. Mañana jueves, es aquí víspera de fiesta, y Alberto debe acudir al Lycée Keyssel a impartir sus clases.

domingo, 6 de febrero de 2011

Cuadernos de Djibouti


Aunque tengo que retrotraerme al 31 de enero de 2001 para hablar de este viaje, me asalta inmediatamente la sensación de que haya pasado un siglo desde que visité la República de Yibuti.
Cuenta una leyenda que cuando los primeros colonos Franceses pusieros sus pies sobre el país mas caluroso de la tierra, un chacal moribundo yacía sobre la ardiente arena. ¿Que cómo fuí a parar a tan inhóspito lugar? Mi primo Alberto ejercía como profesor de castellano en un liceo Francés y espoleado por lo que de allí me contaba me lié la manta a la cabeza. Fueron tan sólo quince días, pero fueron sin lugar a dudas los más intensos que haya vivido nunca.
Aprovechando que guardo un importante archivo fotográfico, además de un extenso diario, inicio hoy una serie de entradas en las que trataré de recordar algunas de las peripecias que durante aquella grandiosa aventura tuve la fortuna de vivir.
Espero que os resulten tan interesantes y enriquecedoras como a mí me lo parecieron.