martes, 8 de febrero de 2011

Cuadernos de Djibouti (I)

Desde la terraza

Djibouti, 31 de enero, 2001



18 horas de avión reubican el ritmo de mi corazón en el tiempo y en el espacio. El contraste entre la soleada pero bien fresca alborada invernal en el aeropuerto de Biarritz y la tórrida y húmeda espesura, también invernal, en el aeropuerto de Djibouti, esboza una noche que transita serena entre el 31 de enero y el 1 de febrero del año 2001.
En la terminal del aeropuerto, más propia de los años 70, el alboroto es notable, y pese a la evidencia de cierto control para sellar los visados, cunde una lánguida anarquía. Lejos del aséptico ambiente de los aeropuertos occidentales aguardo entre la muchedumbre la aparición del equipaje. Todo es nuevo y sorprendente, aunque al mismo tiempo me resulta afable y familiar.
En medio de todo ello, algo que invita inequívocamente a la risa llama poderosamente mi atención. Fuera de lugar, inerte como una figura de cera, un miliciano francés monta guardia junto a una columna ajeno totalmente a lo que allí ocurre y embutido en un pantaloncito de camuflaje que recuerda más a un tanga que al rigor y la austeridad que caracterizan la indumentaria militar.
Mi primo Alberto, la razón de este viaje, se identifica entre la multitud saludándome desde el otro lado de la aduana. Camino hacia él, no sin antes tratar de mostrar mis maletas a unos aduaneros que no parecen demasiado interesados, así que me abro paso hasta Alberto. Nos fundimos en un abrazo, cogemos el equipaje y nos dirigimos a su todoterreno, camino de la que será mi casa en los próximos 15 días.
La iluminación brilla por su ausencia en la travesía hacia la casa, y los baches de la carretera nos obligan continuamente a invadir el sentido contrario. Grupos de gente charlan en animadas tertulias sobre la acera, otros se divierten jugando a la petanca y una mujer acarrea leña en su espalda con una tela que ha anudado sobre su cabeza. El dueño de un chiringuito cuya barra da directamente a la calle dormita espatarrado sobre ella. Nadie parece tener prisa.
Atravesamos una amplia avenida en la que se distinguen edificios oficiales a ambos lados, y finalmente el vehículo se detiene frente a una verja verde. Alberto hace sonar la bocina y poco después un hombre nos abre. Tiene en una de sus mejillas algo que parece un enorme flemón. De esta forma accedemos al parking de una casa de vecinos.
- ¿Es el portero?
- Sí, es el portero - responde Alberto.- Bonsoir Wandewoussen! C'est Juan, mon cousin.
- Bonsoir!
- Bonsoir!
Apretón de manos. Sus ojos, dos globos. El flemón de su mejilla, otro globo. El qat, la hoja de una planta consumida aquí tradicionalmente como estimulante, ha transformado a Wandewoussen en un globo.
La casa está muy bien. Nos sentamos a charlar y la cerveza etíope (realmente extraordinaria) y los dulces aromas del incienso y otras hierbas, nos conducen hasta altas horas de la madrugada casi sin darnos cuenta. La verdad es que nunca hemos tenido la oportunidad de pasar juntos 24 horas, y ahora tenemos 14 días por delante. 14 días para conocer este desértico y mágico país, y para descubrir también a Alberto, quién sabe si tan fascinante o más que este escenario en el que han transcurrido 6 años de su vida. Es hora de reponer fuerzas. Mañana jueves, es aquí víspera de fiesta, y Alberto debe acudir al Lycée Keyssel a impartir sus clases.